El Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH) es un trastorno del neurodesarrollo que se presenta con frecuencia en la infancia, afectando a entre un 6% y un 10% de los niños.
Aunque los síntomas más frecuentes (y conocidos comúnmente) del TDAH, como su propio nombre indica son:
- problemas de atención, impulsividad e hiperactividad,
- funciones cognitivas alteradas: la memoria de trabajo, la atención selectiva y sostenida, la fluidez verbal, la planificación, la flexibilidad cognitiva y el control de las interferencias.
Por ejemplo, un niño con TDAH probablemente presentará problemas para mantener la atención hasta finalizar su tarea en el colegio, responderá precipitadamente a las preguntas que se le planteen, o le costará respetar y esperar tranquilo su turno durante el juego con sus amigos.
Este tipo de conductas, que refleja la sintomatología del trastorno, suele llevar a que el niño con TDAH sea frecuentemente considerado como “malo, molesto o gamberro”, rechazado por parte de sus iguales y tratado de una forma más autoritaria, controladora e invasiva por parte de padres y profesores. En consecuencia, el niño puede experimentar experiencias interpersonales negativas, que desencadenen en problemas de autoestima, conductuales y emocionales, observándose dificultades a nivel escolar y social, e incluso mostrando una mayor tendencia a llevar a cabo conductas de riesgo en el futuro.
Las dificultades que presentan este tipo de niños suelen afectar directamente al contexto familiar, siendo frecuente que los padres entiendan el comportamiento de su hijo como una manifestación de rebeldía o desobediencia, sin considerarlo consecuencia del TDAH.
Teniendo en cuenta esta visión del problema, así como, la dificultad que conlleva modificar la conducta del niño (normalmente acompañada de un gran sentimiento de frustración) es habitual que los padres tiendan a incrementar el uso de castigos y les invadan esos sentimientos de inseguridad “no se si nos quedamos cortos o si nos pasamos de largo” a la hora de establecer limites y pautas educativas, esto favorece el establecimiento de un patrón de interacción disfuncional en la familia que se repite en bucle, caracterizado por sentimientos de frustración y de culpa por parte de los progenitores al no poder cambiar la conducta de su hijo, y esta dinámica a su vez genera un gran malestar en el niño/a, favoreciendo la consolidación de una baja autoestima y gran desmotivación al no sentirse capaces de satisfacer las exigencias o expectativas de los padres.
Para superar estos sentimientos y culpabilidad mutua, es fundamental que los padres comprendan de forma adecuada y exhaustiva el trastorno, y entiendan el porqué de la conducta del niño, de tal forma que aprendan y lleven a cabo una serie de estrategias educativas que permitan sustituir esos patrones de interacción, caracterizados por la coerción como herramienta educativa, por modelos funcionales que ayuden a fomentar y reforzar los puntos fuertes de su hijo.
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